Rebelión en la selva

El gran rey de la selva había muerto. Los pájaros no cantaban.               Las gacelas no corrían. La selva estaba de luto. El silencio y la quietud sólo eran rotos por los lentos pasos de cientos de animales que acudían con gran tristeza a dar su último y leal adiós al que hasta hoy había sido su rey.

Todos ellos se congregaron en una explanada de piedra, en lo más alto de la montaña negra. Al final de la dura planicie se encontraba, al borde del precipicio, el frío e inerte cuerpo de su señor. Junto a él, su joven y fuerte hijo. Sentado. Erguido. Con el pecho hinchado, el mentón hacia el cielo y la mirada fija en cada uno de los animales que iban llegando.

Tras un largo e intenso silencio, el joven león comenzó a hablar “Mi padre ha muerto. Ahora soy vuestro rey. Con él acaba una era, conmigo comienza otra. Han sido tiempos de paz, pero también de desorganización. Y eso va a cambiar. Desde hoy cada uno de vosotros deberá hacer un trabajo para la comunidad. Esta es nuestra selva, nuestra casa y cada uno tiene que poner su granito de arena para hacer de ella un lugar excepcional. ¡Y no olvidéis que yo no soy mi padre, y voy a ser inflexible con cualquiera que eluda su responsabilidad!”. Y rugiendo con fuerza añadió “¡El rey a muerto!, ¡Viva el rey!” y con el mismo ímpetu dio un furioso zarpazo al cadáver de su padre y lo arrojó al fondo del precipicio.

Los animales se quedaron impactados por la intervención del nuevo monarca, pero la mezcla entre sorpresa y tristeza les hizo marcharse calladamente, tras enterarse de cuál sería su rol a partir de aquel momento.

Los días fueron pasando. Con una rigidez casi atroz, el león hizo cumplir su ley, a base de rugidos o usando sus temibles garras. Pero el soberano de la selva no estaba contento. Recordaba como cuando su padre paseaba por sus dominios, todos los animales de la selva le sonreían, le hacían regalos, se ofrecían a hacer cosas por él… En cambio a su paso todo era silencio y cabezas gachas. Y el joven león sintiendo una profunda envidia, convocó una asamblea con todos los animales y les dijo enérgicamente “A partir de hoy no será suficiente con que cumpláis con vuestra responsabilidad, deberéis hacerlo sonriendo, con entusiasmo, con ilusión…” y haciendo asomar las afiladas uñas de una de sus patas concluyó “Si no, os convenceré yo personalmente”.

Pocas semanas había pasado, cuando los aterrorizados animales fueron convocados de nuevo a otra asamblea extraordinaria. No faltó ninguno, ni a ninguno le falto un conato de sonrisa cuando vieron aparece al implacable león. Su fuerte voz rompió el incómodo silencio “Los tucanes cumpliendo la función de vigilancia que les ha sido asignada, me han informado que una expedición fuertemente armada se prepara para invadir nuestro territorio para darme… ¡Para dar caza a vuestro rey! ¡Esto es intolerable! Y como súbditos míos que sois, ha llegado la hora de que demostréis vuestra lealtad entregando la vida por mí, como lo hizo la famosa pitón que salvó la vida a mi padre antaño. ¡Distraedles, despistadles, interponeros entre sus balas y yo! ¡Soy vuestro rey, y debéis protegerme! ¡Y no olvidéis que la traición será pagada con la muerte!”.

Una de las cebras más ancianas, se puso en pie y pidiendo la palabra dijo “Lo siento mi señor, pero no estoy de acuerdo. Es injusto que nos pidas que nos enfrentemos a los cazadores cuando tú tienes unas poderosas armas con las que defenderte, y muchos de nosotros no tenemos siquiera velocidad para…” Esa fue la última palabra que fue capaz de pronunciar la cebra, antes de que el león, utilizándola como ejemplo para los demás, saltara sobre ella y le mordiera ferozmente el cuello hasta matarla.

Tal y como avisaron los tucanes, a la mañana siguiente los cazadores entraron en la selva armados hasta los dientes, buscando al león para darle caza. Cuando habían elegido su camino, una imponente pantera negra se cruzó en su camino y los cazadores no pudieron evitar desviarse para tratar de darle caza. Pero el felino era muy rápido y al poco tiempo se escapó. Cuando los cazadores iban a dar la vuelta para retomar su rumbo inicial uno de ellos descubrió entre las plantas cercanas un increíble cuerno… ¡Se trataba de una rinoceronte blanco! ¡Un ejemplar único en su especie! Rápidamente se organizaron para perseguirle, pero el rinoceronte aprovechó su fuerza para abrirse paso por las zonas más tupidas de la jungla, hasta que se perdió en su oscuridad.

Los cazadores se quedaron un poco desorientados tras la última persecución, y mientras discutían por donde seguir su batida, un espectacular gorila surgió delante suyo. Los cazadores recargaron sus armas y corrieron tras él, pero el gorila era fuerte y rápido, y no se lo iba a poner fácil. La vegetación era cada vez más espera, y los perseguidores estaban cada vez más cansados, pero no estaban dispuestos a dejar escapar otra pieza más. Cuando estaban a punto de desfallecer, llegaron a un pequeño claro donde el gorila parecía estar descansando. Amartillaban los rifles y se preparaban para disparar, cuando de pronto, el gorila comenzó a correr aplastando con vehemencia la alta y amarilla hierba, dejando un amplio camino a su paso. A esa distancia no había carrera que le permitiera escapar. Los dedos acariciaban los gatillos, cuando el gran gorila pareció intentar su última maniobra de escape dando un gran salto. Los cazadores se quedaron atónitos. Los dedos frenaron su presión. No podían creer lo que estaban viendo. Al final del surco que había hecho el gorila en la hierba, y bajo sus pies aún en el aire, se encontraba el gran león, rey de la selva, tumbado y mirando con asombro al enorme mono saltando sobre él. Poco tardó el joven rey en seguir el camino hasta los implacables rifles de los cazadores, quienes emocionados por haber encontrado, “de casualidad”, el objetivo de su cacería, no dudaron un segundo en descargar todo su plomo contra el feroz animal.

El león, herido de muerte tras la terrible andanada, con sus últimos rugidos peguntó con rabia al gorila, que se encontraba a salvo en lo alto de lo árboles “¿Por qué a mi padre le servisteis lealmente y a mí me traicionáis así…?”. El mono respondió con dureza mientras golpeaba con fuerza su pecho “Porqué tú has querido exigir en un mes, lo que tu padre se ganó en una vida de generosidad”.

La lección del León

Francis Claris, asesor del presidente Eisenhower, decía “Uno puede comprar el tiempo de las personas, su presencia física en un lugar e incluso un número determinado de movimientos musculares por hora. Pero su entusiasmo, su lealtad, o la devoción de sus corazones no se puede comprar: eso hay que ganárselo”.

El compromiso es libre, no se puede exigir ni imponer. Puede que a través del miedo podamos vencer algunas veces a nuestra gente, doblarles la mano para conseguir lo que buscamos. Pero vencer es una estrategia miope y cortoplacista. Sólo el convencer, el seducir, el enamorar a las personas con el proyecto, con su tarea, con el equipo… nos garantiza resultados sostenibles.

Los defectos de nuestros equipos son el reflejo de nuestros defectos como líderes. Si nuestra gente no está motivada ¿Será porque nosotros les desmotivamos? Si no podemos confiar en las personas que dirigimos ¿Será porque generamos recelos en ellas? No se puede conseguir compromiso y lealtad, si nosotros mismos no nos comprometemos sinceramente.

Eugenio de Andrés

Socio director de tatum, consultoría comercial, de marketing y de personas

José María Díez

Gerente de tatum, consultoría comercial, de marketing y de personas

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